viernes, 9 de junio de 2017

El arte de la novela - Milan KUNDERA

Me imagino a otro posible yo que vuelve de un viaje y llega a la casa que fue de mis padres. Hace años que ya no vivo allí, ellos tampoco, y las habitaciones están igual, paradas en el tiempo, petrificadas, con una leve capa de polvo, como si un decorador tortuoso las mantuviese así. Al entrar, la antigua mesa del comedor con cristal que trajimos de la casa de Antequera. Madera oscura en el tablero y más clara en las patas. Mi cuarto es la primera a la izquierda, después de pasar por el salón y la televisión, siempre encendida. Cuando llegamos allí se veía desde la ventana Sierra Nevada, luego miré durante años y años bloques feos, un jardín mal cuidado y una parada del autobús con marquesinas que fueron cambiando con el tiempo y los amigos de los alcaldes; la de ahora, en el regreso al pasado, es roja, sencilla, sin asiento. Un letrero nada más con el número 10 nada más.


Vuelvo a ese pasado y estoy leyendo a Kundera. Tumbado en la cama, fumo ducados. Tengo resaca y me siento el tipo más desgraciado del mundo. No entiendo a esa gente que añora la juventud. Hay un cenicero negro con restos de ceniza. Leo “La insoportable levedad del ser” y pienso en Tomás, en Teresa, en Karenin, en las diferencias y las cosas comunes que hay entre los totalitarismos, en lo jodido que es el amor y lo difícil que es el arte. Me imagino fregando cristales en las calles de Granada. Leyendo libros prohibidos a hurtadillas. Leo “Los testamentos traicionados”, las demás novelas. Vuelvo a leer varias veces LILDS. Lo adoro o me enfado con él, con Kundera, por tener esas preferencias literarias que tantas veces no comparto.


Miro por la ventana del autobús mientras voy al trabajo. No hay tabaco, ni me siento desgraciado. Kundera habla de la novela. No recuerdo en qué libro dijo que su patria era la novela. Tal vez, no lo dijo así, no exactamente. Y es muy importante si lo dijo exactamente o no. He usado tantas veces esa frase.

Pienso en que tengo que leer a Broch y a Kafka mientras circulo por la nueva Granada, sobre las vías de los trenes sin trenes, dejando a la derecha el desvío hacia mi antiguo y odioso barrio. Lo leo, después de años alejado de él porque sus últimas novelas no me parecieron tan buenas, y pienso en cuánto le debo, hasta el nombre de mi trabajo. Una deuda real, una gratitud enorme. Por aquellas horas leyéndolo en las que me enseñó la pasión por la novela, la pasión por la cultura europea que muchas veces no compartí en autores pero casi siempre en puntos de vista.


En mi cuarto —una estantería alta y estrecha que llega hasta el techo llena de libros de bolsillo con el lomo oscurecido por el humo del tabaco— cojo un libro con tapas doradas, de Tusquets. Abro la primera página y tiene una fecha, 3 de diciembre de 1995, y mi firma tan parecida y tan diferente a como es hoy. Lo vuelvo a poner en la estantería, junto a las demás obras del maestro checo. Dos casas después y 22 años más tarde, el milagro está ahí. El maestro, el padre intelectual —lo siento, Milan, habrás tenido hijos más respetables—, la forma de ver el mundo, la cultura, la literatura. El kitsch, el horror ante el totalitarismo comunista, (tan fácil de traer a nuestra tierra, al horror fascista, al pre-totalitarismo neoliberal), el sexo, la libertad, la novela. El compromiso con la poesía, con la novela, como único compromiso válido del novelista. Ése compromiso que lo hace crítico con el comunismo checo y luego con el capitalismo francés. Los autores que adora y los que no menciona. Lo poco que habla de Tolstoi, al que disfruté muchos años después de leer a Kundera y ahora echo de menos en sus libros (aunque esté presente en algunos pasajes). La sensación tan absurda de estar pidiéndole cuentas a un autor como se le piden a un padre, a un amigo. La sensación tan razonable de comprender que este autor es parte fundamental de mi vida y eso permite absurdos y viajes al pasado. Al fin y al cabo, la novela es mi patria.

Gracias, por tanto, Sr. Kundera.








@sevennorth, El Chaparral, 2017.

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