sábado, 11 de febrero de 2017

Antes de que hiele, Henning MANKELL.

Salir a tirar un poco de lechuga al patio, oscuro, con un viento helado. Pensar en si habría allí una banda de cristianos dispuestos a desatar el fin del mundo, a asesinarnos a todos y quemar la casa. Antes, había ido a Albolote a afilar los cuchillos de la cocina. Cinco o seis cuchillos grandes en una bolsa de supermercado. ¿Y si me para la policía? ¿Y si cometiera una locura? Cojo la mano de mi hijo como una toma de tierra que me sujeta a la cordura y la realidad. Imaginemos un loco con seis cuchillos por las  calles de un pueblo sueco, digo andaluz. El viento helado, las aceras desiertas a la hora en la que empiezan a cerrar los comercios. ¡Qué desastre podría ocurrir! El mal puede estar tan cerca como complicado sea ir a afilar cuchillos. Esa es la importancia de la literatura de Mankell: en sus novelas logra transportarte a su pequeño mundo sueco de vientos racheados, cafés de máquina y caminos rurales en los que se esconden extraños hombres enormes que hablan sueco con acento noruego.


En esta novela la voz no es Wallander si no su hija, Linda, que está a punto de ingresar en la policía sueca. La mirada que nos cuenta y está buena parte de la novela pendiente de su padre, el otrora protagonista, logrando darnos una visión exterior de nuestro héroe. Tal vez sea un homenaje al viejo Wallander, la mirada de la hija nos sirve, le sirve a Mankell, para mirar desde fuera a su personaje, para completar la visión que teníamos de él.


Hace años que empecé a dosificar las novelas del genio sueco, una al año, no más. Intento leerlas en orden cronológico, ya me quedan pocas, dos o tres. Cuando Mankell murió sentí su muerte como la de alguien cercano, lo era, sin duda. Somos, también y más que tantas cosas, lo que leemos.




Wallander es probablemente, con Rankin, el mejor novelista de género negro que he leído de la Europa post Vázquez Montalbán y en su obra la visión política está al servicio de la historia. Lo que pedía Gide de no hacer literatura a base de buenas intenciones está perfectamente conseguido, los conflictos políticos de los países nórdicos no parecen, como en otras series de novelistas europeos, relatos al servicio de un tema y no de una historia.


¿Qué hacer con el fanatismo religioso? ¿Qué pasa por la cabeza de los salvadores del universo? ¿Cómo combatirlos? Mankell no tiene respuestas frente al horror y probablemente no las haya. La dificultad para parar a unos tipos que en nombre de quién sabe qué dios, qué fe, son capaces de lanzar un camión con explosivos contra la gente, contra una catedral o un estadio es enorme. Podremos hacer sesudos análisis a posteriori sobre causas, sobre qué sistema produce esto y qué sistema lo alienta pero ver la humanidad de los ejecutores es enfrentarnos con el problema básico del mal. Un mal eterno y de nuestro tiempo.


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